Evangelio y Política a la luz de un ciego

ciegoEl Evangelista Marcos recoge en su catequesis un hecho particularmente luminoso: un ciego de nacimiento, hijo de un tal Bartimeo, lucha por llamar la atención de Jesus (Mc 10, 46-52), pues sabe que si lo logra podrá pedirle lo único que más anhela en la vida: ver. Un análisis atento y meditado del relato nos ayudará, también a nosotros, a ver aquello que a veces no queremos ver.

En la mentalidad judía de la época, la ceguera, así como toda enfermedad grave, era entendida como sinónimo de castigo divino, ya sea personal o colectivo, por responsabilidad individual o heredada de los antepasados. Algo deben de haber hecho los padres de este ciego, y de allí su mal. Para la Teología de la época, todo tiene su causa en Dios: la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza. Por eso, el mismo Jesús deberá aceptar la vergüenza de ser tenido por un pseudo-mesías, abandonado de Dios. Que todo sea voluntad divina es una convicción no del todo extraña en algunos sectores creyentes contemporáneos, pero no es eso lo que nos importa ahora. Más bien importa hacer notar que el hijo de Bartimeo se reconoce en una situación límite, excluido de todo grupo social y de toda posible comunión, no tan sólo por su impedimento físico, sino por la horrible sospecha que pende sobre él: éste es un pecador que intenta acercarse al Señor, y el grupo de seguidores asume que debe alejarlo de él. No obstante, el ciego ve algo que los seguidores, sanos y santos, no han visto: Jesús es el Mesías, el Señor de la misericordia y del perdón, que no ha venido a condenar, sino precisamente a buscar a quienes que se sienten lejos del amor de Dios, dando con ello pleno sentido a ley de Moisés y al anuncio de los profetas. Da lo mismo, entonces, las razones de su ceguera: lo fundamental es que en Jesús, el ciego ve una ocasión de salvación real y concreta. Por eso insiste en gritar fuerte, aunque los seguidores del Mesías se esfuercen en silenciar su voz. Pero Jesús no es sordo a su llamado; y para sorpresa de todos, se detiene. Entonces, a los seguidores más cercanos no les queda más remedio que traer al ciego delante de él.

Algo semejante ocurre en nuestro Chile e Iglesia actual. Consideramos que los marginados son personas que no merecen, o son indignas, de acercarse a Dios o a esos espacios que consideramos más sagrados. Quienes aún viven en la oscuridad de la miseria, en el dolor, aquellos que son de piel morena y sucia, que viven una condición sexual o familiar dudosa, que tienen incluso trabajos sucios… todos ellos gritan por acercarse a Dios, a la justicia, a la verdad, al amor, a la paz y tranquilidad, todos claman por dejar de ser excluidos de Dios y del mundo. Pero mientras más gritan, más nos esforzamos en buscar mecanismos y razones que acallen su voz, que ojalá Dios no les escuche, pensamos, que ojalá la justicia no sea para ellos, queremos, que la verdad la poseamos sólo los dignos, esperamos.

Menos mal que el Señor se ha detenido a escuchar los gritos del ciego. Y sigue deteniéndose en el actuar de cada persona, grupos y movimientos que apelan a mayor integración social, que se esfuerzan para que más hermanos accedan a la vida nueva, una vida que no pasa solamente por escuchar, sino también por la materialidad de sanar, de resolver, de la intervención concreta a favor del que sufre. Con ese simple gesto de detenerse para escuchar, comprender y resolver, Jesús nos enseña que la vida nueva del Evangelio es sinónimo de redención e integración en la comunión social. Que ya nadie sea marginado.

En la medida en que los seguidores de Jesús hagamos el esfuerzo por detenernos ante los gritos del que sufre, en la medida en que trabajemos por resolver sus demandas y luchemos por integrar y dialogar, por abrir para todos los paraísos de la educación, salud, vivienda, trabajo y desarrollo humano, en esa misma medida estaremos mostrando el rostro de Dios, trayendo al excluido delante del Señor.

Este gesto es el que esperamos no sólo de nuestras autoridades religiosas, sino también de las nuevas autoridades civiles. En definitiva, lo humano y lo divino encuentran su lugar en eso que llamamos desarrollo de las personas, de los pueblos y naciones. Los nuevos alcaldes y concejales no son mesías, lo sabemos, pero tampoco han sido elegidos para ponerse de lado de la exclusión, sino para contribuir con su servicio a un Chile donde haya menos ciegos y, por el contrario, más personas capaces de ver y discernir el tiempo que vivimos. Ya no estamos para cegueras ideológicas, ni políticas ni religiosas. Hoy queremos más paz y fraternidad, más diálogo y comunión, y ello sólo es posible cuando la justicia deja de ser promesa y se convierte en acción que nos devuelve a la luz.



Categorías:ACTUALIDAD, RELIGIÓN

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